Sus ojos desprendían gordas gotas de agua. Sus manos las deformaban en su trayecto dejando su tez con una humedad refrescante. A veces le gustaba cómo su almohada se empapaba con sus lágrimas. A veces también las saboreaba. Ciertas veces le sabían a sal, otras a angustia y a tristeza.
Sabía cuando parar, pero no quería. Su llanto la hacía fuerte. Corrompía las flaquezas del espíritu para recordarle que de una vez debía soportar el dolor, encapsularlo, no dejarlo ir, dejar que su cuerpo sienta las consecuencias de haber pecado,otra vez, en su nombre.