Su piel de porcelana reflejaba la luz que entraba desde la pequeña ventana de su pequeño habitáculo. El sol de aquella tarde le incitaba a salir al exterior, a recorrer la hermosa Buenos Aires. Pero lo que más íntimamente quería ella, era irse de aquella contaminada ciudad. Olvidar sus barrios de colores, sus accidentes, la lúgubre luz que la baña por las noches. Olvidar su ruido, su caos.
El polvo, muestra irrefutable de abandono, cubría todos los muebles (un modular, una cama y una mesita de luz de madera. En aquel cuarto no entraba nada más) y amenazaba con empezar a cubrirla a ella también. Pero, si no era Buenos Aires, ¿que ciudad sería? ¿París? ¿Roma? ¿Londres?, ¿Los angeles? ¿New York?, ¿El Cairo? ¿Estambúl? No.
Ella necesitaba mucho más que polusión. Necesitaba un lugar de cálido viento, de olas verdes y que por sobre todo, estuviera deshabitado. Es que ese era su problema: ella quería estar sola. Bueno, tal vez, aceptase por compañero algúna mascota. Aunque pensándolo bien, ¿Para qué quería una mascota? ¿Para verla morir? Finalmente, decidió a que en su lugar, no cabía lugar para nadie más que para ella.
Qué tontas ensoñaciones. Qué imaginación pueril. Pero ella no lo veía asi. Ella se veía rodeada de dorado polvo de hadas. Tomó un puñado y pidió un deseo. Un deseo que se volvió realidad, al menos, en la mente de la joven Alicia. Mente que ya no existe, mente que se ha convertido en dorado polvo de hadas.