Maldigo aquel día, aquel año. Me gustaría poder viajar a través del tiempo, huir de aquel 1983. Tiembla el cuerpo que ya no tengo. El que una vez también tembló de frío. La carta llegó; apenas entendía del asunto, pero el requisito era urgente. Allá afuera se desataba la guerra. Si hay algo que recuerdo era la silueta de mi madre, borrosa a través del empañado vidrio del camión del ejercito. No veía su rostro desde aquella distancia, pero sabía que sus ojos estarían mojados, que su corazón estaría extrañando a un hijo, que creía, ya había perdido. No quería admitirlo, no dejaba que mi rostro reflejara mis emociones: tenía miedo. Después de unas pocas explicaciones y de unas informaciones que luego resultaron falsas me subí al avión. Pasaban las horas, me acercaba al destino, comenzaba a sentir el frío. Los bombardeos aletargaban mis oídos, los ensordecían; me hicieron creer que ya era un hombre, pero aún encerrado en un cuerpo infantil. Mi cara se contaminaba con aquel suelo que hace cuestión de años había sido virgen. Intentaba disparar, apretaba el gatillo, apuntaba a la nada. No estaba preparado para aquella misión. Ni yo ni mis compañeros. Mi madre y las suyas no estaban tampoco preparadas para pasar por aquel dolor, el que se acrecentaba con el paso de los días. Un Inglés me dejó tumbado en el suelo. Quería comprender que estaba pasando ¿Acaso no fui lo suficientemente fuerte como para afrontar esta situación? ¿Había sido tan cobarde y ahora mi madre velaría por un hijo cuyo cuerpo no era más que en trozo de hielo? ¿Tenía que juntar ánimo? Pero, ¿de donde?
Mis ojos se despidieron del cielo, mi cuerpo del frío clima. En ese instante comprendí que yo no era más que un daño colateral, un precio que el país debía pagar para lograr la soberanía sobre aquellas islas que nos pertenecian: las islas malvinas.