Los rayos blanquecinos penetraban por las rejas y dibujaban en su cuerpo una cárcel. Piel amarillenta que se tornaba pálida. Lánguida su cara, mueca de tristeza. Sus labios estaban abiertos y secos. Curiosamente su pelo se encontraba peinado a ambos costados de su cara. Su expresión serena apaciguaba todo lo que la rodeaba. Los candelabros estaban apagados. Las puertas cerradas. Sólo había silencio. Silencio que se escabullía en todas las habitaciones infundidas en largo sueño también. Un paso y su compañero osaron interrumpir aquella calma, mas así nadie lo escuchó. Entonces, el atrevido visitante observa la buena arquitectura de la mansión y comienza a guardar los dorados adornos que, en aparente abandono, no dejaban de ser majestuosos. Caminó más, dobló a la derecha, luego a la izquierda y subió las escaleras. Llegó a la última puerta que se encontraba cerrada. En su oficio había aprendido a resolver situaciones similares. Un golpe en seco y la puerta de roble se abre... Paredes de oro y pieles de bisonte. Una gran cama y cabellos dorados. Una gran cama y un vestido de seda largo. Una gran cama y una corona. El joven se acerca y reconoce en aquella señorita a la princesa de la leyenda. Recuerda el beso y se acerca...
Sin embargo, todo siguió igual. El reino silencioso y oscuro. La doncella siguió durmiendo en su aposento. Con sus cabellos dorados peinados a ambos costados de su rostro, continúa en la última habitación. Con su vestido de seda largo, pero esta vez, sin una corona, continúa a la espera de algo. Algo que ya ha olvidado, o confundido con uno más de sus sueños.